Publicado en el diario Época, 20 de octubre de 1964, por Mario Benedetti
Con un inesperado vaivén, el
puntero elude al defensa e inicia una corrida hacia el centro, el entreala
aprovecha la distracción y acompaña la carga desde la punta; otro defensa
vacila y al final decide vigilar al entreala; entonces el puntero amaga un pase,
alerta de ese modo los reflejos condicionados de dos o tres contrarios, se
hamaca otra vez, e imprevistamente lanza la pelota a un ángulo; pero el golero
curado de espanto, avispado como un radar, alcanza a pellizcar aquella
envenenadísima intención y la saca al corner.
En las tribunas a medida que la jugada progresa, la gente se va
incorporando, poniéndose tensa, para estallar finalmente en un alarido estremecedor.
¿Cuál es el secreto impulso
de esa reacción colectiva? ¿Se trata únicamente de un salvaje estallido o hay
también una extraña asunción de la posible belleza, del innegable interés
humano, incluidos en ese juego de escamoteo y fortaleza, de agilidad e
inventiva, de elusiones casi intelectuales y trancadas demasiado corpóreas? Tal vez haya de todo un poco. Por algo el fútbol ha interesado a todas las
capas sociales, y es quizás el único nivel de nuestra vida ciudadana en que el
acaudalado vicepresidente de directorio no tiene a mal hermanarse en el alarido
con el paria social.
Algún día habrá que estudiar la estrecha
relación existente entre la institucionalidad del fútbol como deporte nacional
y su contemporaneidad con el apogeo de nuestra democracia liberal Por algo ambos deportes (fútbol y democracia)
han decaído simultáneamente, no sólo en cuanto se refiere a la habilidad de sus
cultores, sino también en el entusiasmo público. Cada vez hay menos jugadas geniales en el
Estadio; cada vez hay más trancadas desleales en la política. Es descreimiento popular afecta hoy a ambos
órdenes, y si el público sigue concurriendo a la Olímpica y al cuarto secreto,
es más por un hábito que por convicción expresa.
Hace mucho que el deporte tiene entre
nosotros, el significado de una anestesia colectiva. Tal vez no haya habido premeditación, pero lo
cierto es que a los poderosos este frenesí popular, este barbitúrico social,
les vino al pelo. El fervor de sábados y
domingos es estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar
las incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia y las componendas del
resto de la semana. Sirve también para
canalizar la violencia (desde el punto de vista de la empresa privada y otros
religiones del Mundo Libre, siempre es preferible que la gente se la agarre con
el árbitro y no con el oligarca o el latifundista) y canalizarla de modo tal,
que no vaya a conmover las estructuras ni a amenazar los dividendos. Para decirlo en términos futboleros: una violencia que tiene permiso para rozar el
travesaño pero que obligatoriamente debe salir desviada.
Por otra parte, el fútbol se
inscribe cómodamente en el mentiroso símbolo de nuestras gloriosas
igualdades. Allí no hay privilegiados:
todos (el senador, el industrial, el empleado, el obrero, el menor inadaptado)
posan democráticamente sus respectivas regiones glúteas sobre el duro cemento
igualador. Todos gritan el gol, todos
denuncian el orsai, todos agravian al juez.
Cuando suena la pitada final, el entusiasmo forma coros, bate parches,
sube al cielo. Nadie percibe que, a
partir de aquella pitada, las distancias sociales han sido restablecidas. Eufórico, enronquecido y amnésico, el obrero
vuelve a su casa colgado del 143; también el senador vuelve a su confort
carrasqueño, pero lo hace en el impresionante colachata, cuya privilegiada
adquisición él mismo se votó. Después de
aquella inofensiva, brevísima igualdad de 105 minutos, todo vuelve a la normal,
consagrada injusticia.
Pero el pueblo queda
exhausto, desahogado, vacío. Su voz,
enronquecida por los goles, los penales errados, las expulsiones injustas, ya
no está para reclamar reformas agrarias, cambios de estructura, justicia
social. La cuota de agresividad se le
agotó en sus diatribas a los jueces linesmen, y es muy poca la que le queda
para renegar de quienes realmente lo explotan, lo engañan, lo estafan, en
rubros por cierto más graves que un penal no cobrado. Su capacidad de denunciar se gastó en los
controvertidos orsais y ya no le queda ánimo para marcar a los responsables de
menos inocentes infracciones. El
político con su extraña y sórdida lucidez que da la demagogia, ve claramente el
sentido usufructuable de esas fatigas y las remata convirtiéndose él mismo en
dirigente deportivo.
Hay quien dice que ahora va
poca gente al fútbol. ¿Será buena o mala
señal? Parece que ya no alcanzan el
incentivo de la tarde de sol, el interés de los puntos en pugna, el presumible
brillo de las “vedettes”, el amenazado título de invicto. Todavía es prematuro extraer
conclusiones. El deporte, como tal, es
el gran inocente de esta historia. Sería
realmente saludable que el pueblo practicara y presenciara el fútbol como
distensión, como higiene física y mental, como entretenimiento. No es en cambio tan saludable que lo
practique o lo presencie como principal razón de su vida, como el sólo orgullo
nacional, como única válvula de escape, sucedánea de más plausibles tomas de
conciencia. El cándido, inocente fútbol
no tiene la culpa de que los líderes nacionales lo haya promovido más y mejor
que al subversivo Reglamento Provisorio de 1815. De todos modos, no es muy estimulante pensar
que la misma gente que hoy asume la más violenta defensa de Peñarol o de
Nacional no sea sin embargo capaz de indignarse cuando nuestros prohombres
fabrican sus privilegios, o cuando el Tío Sam inspira las aquiescencias de nuestros
consejeros y agravia nuestra economía con medidas de estilo colonial. Es posible que muchos (el fútbol tiene su
buena red de intereses creados) consideren que hablar en estos términos
configura un sacrilegio de esa cultura física.
Pero en realidad nuestra intención es más modesta. En un momento en que la crisis golpea cada
vez más fuerte, la desocupación extiende su vigencia, la corrupción invade
nuevas zonas y el gobierno parece cada vez más incapaz y atomizado; en este
instante de desgraciado y confuso que vive el país, el pueblo debe prestar a
cada tema la atención que se merece, la importancia que realmente tiene. Dentro de ese panorama, el fútbol no parece
ser el tema más urgente.
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