jueves, 26 de diciembre de 2013

Cierra Liberia Colonial en Santa Marta

Llego a Santa Marta, como cada fin de año, y me preparo para mi recorrido, esperando ver las cosas nuevas y viejas que tiene la ciudad, los cambios que han ocurrido en esta, aunque en realidad veo lo que hay entre el Barrio Manzanares y el centro histórico, recorrido que hago “a pie” cada año y que es para mi un túnel del tiempo, en ese túnel veo como esta zona de la ciudad ha cambiado mucho en los últimos 10 años.

El primer lugar que quiero visitar, es la Librería Colonial y comprar “Luka y el fuego de la vida” del autor Salman Rushdie, mantengo la  leve esperanza que todavía este ahí, donde lo deje hace un año porque no me alcanzaba la plata que tenía para comprarlo y viajaba al siguiente día, así que ahora voy en la primera mañana que estoy en la ciudad, pero ya no está el libro, ni la librería, dije que lo compraba en mi próxima visita pero tristemente no habrá próxima.

En el trayecto de Manzanares al Centro, me acompaña Alisson, mi cómplice de 10 años, el mismo tiempo que llevo por fuera de la ciudad y la que ha visitado conmigo museos, bibliotecas, centro culturales o cualquier cosa extraña, rara y cultural que encontremos en el centro de la ciudad, siendo el lugar más recurrente la Biblioteca del Banco de la república, donde conoce de memoria los salones donde se expone parte de la muestra del Museo Tayrona, preguntándome todos los años ¿Cuándo abrirán el museo? Y yo respondiéndole que esperemos el otro año a ver si ya está abierto; Con ella he conocido proyectos culturales interesantes como  Ateneo Santa Marta, que vimos con alegría nacer y luego morir, o Literarte en Taganga, que espero ir a visitar en estos días y ahora la Librería Colonial, que tengo tan pegada en mi mente, que no puedo creer que ya no este.

Llegamos a la plaza de la catedral, pasamos por esta y nos dirigíamos a la Librería Colonial, era el primer lugar que visitaríamos y recorrí tres veces el trayecto de la Quinta a la Pica Pica (que ahora se llama “El Cid” ) buscando la librería, yo sabía que estaba ahí, que había entado en ella cientos de veces, que había hablado con sus libreros- mas libreras que libreros- de múltiples temas, publicaciones, libros y tantas cosas que uno suele hablar en las librerías, dando por seguro que esa siempre permanecería en ese lugar, anunciándonos que ahí “ podíamos conseguir los mismos libros que en Panamericana”, pero con una atención más humana, con una gran variedad de libros y autores que no se consiguen en Panamericana.

Para mi eran tan seguro que estaría siempre ahí, que di por sentado que yo estaba equivocado al no verla, nunca se me pasó por la cabeza que ahí no estuviera hasta que le pregunté a uno que otro vendedor y celador de la zona, que me miraban extrañados porque la Librería cerró hace meses – según me contaron, afirmando algunos que hace como seis meses la habían cerrado-  y yo preguntaba como si la cerraran ayer.

En un principio pensé que no la habían cerrado, solo trasladado, así que caminé y pregunté a varios vendedores, hasta que los pies de Alisson no dieron para más y nos fuimos a tomar un café, pero antes llegamos a una librería que queda por la plaza Bolívar – la cual no recomiendo por MUY costosa- y preguntamos por la Librería Colonial, nos dieron la misma razón que en todas partes, al final llegamos a tomar el Café a Juan Valdez – antiguo “Café del parque”- y al preguntar a las vendedoras, no sabían de la existencia de la Librería Colonial, ni que la habían cerrado o trasladado, respondiéndome al final, “es que leemos poco, así que no sabemos nada de eso”.

Parece que el cierre de una librería es un hecho normal, en medio de una sociedad que dice leer poco, la noticia parece ser que estas continúen abiertas en esta era digital y que el libro – para algunos- parece ser una carga, también parece que la Librería Colonial, no llegó a las redes virtuales, busqué sobre esta en diferentes buscadores en Internet y solo encontré su dirección, “calle 16 # 4 – 81, frente a la Catedral, teléfono 421 16 12”, en las redes virtuales solo la encontré en Twitter, no con un perfil creado, sino en los trinos como @paulocoelho que decía que ahí podían encontrar libros de este autor en la ciudad, o  @funhuellascalle anunciando  “Muchachos no tiene pierde catedral en frente de la libreria colonial camisetas blancas logo de la fundación” y “Nos encontramos enla catedral al frente de la libreria colonial! Los esperamos (@funhuellascalle) camisetas blancas logo de la fundación” , no encontré más menciones de la librería y solo encontré una fotografía- que aparece al principio de este texto-  por eso les pido que si alguien tiene una foto de esta librería me la regale y así continuar recorriendo esta ciudad, que cada día se me parece más a la Mumbay de Salman Rushdie, que en varias obras nos recuerda como poco a poco en la ciudad – y en toda a india- las cosas fueron cambiando de nombre, o a la Estambul de Orhan Pamuk, que ha pasado por el mismo efecto, ciudades en transición que comienzan a cambiar a ritmos acelerados convirtiéndose en extrañas o melancólicas para sus habitantes del ayer – como yo- o de hoy, que van viendo los cambios y acomodándose sin preguntarse a veces que había antes allí.

Se fue la Librería Colonial y nos nos dejó ni su letrero de madera, pero encontré otra, es esta les cuento en la próxima entrada a este blogs, un abrazo.

*Fotografia tomada de http://bit.ly/K7dMwM



lunes, 16 de diciembre de 2013

Esa Anestesia llamada Fútbol

Publicado en el diario Época, 20 de octubre de 1964, por Mario Benedetti

Con un inesperado vaivén, el puntero elude al defensa e inicia una corrida hacia el centro, el entreala aprovecha la distracción y acompaña la carga desde la punta; otro defensa vacila y al final decide vigilar al entreala; entonces el puntero amaga un pase, alerta de ese modo los reflejos condicionados de dos o tres contrarios, se hamaca otra vez, e imprevistamente lanza la pelota a un ángulo; pero el golero curado de espanto, avispado como un radar, alcanza a pellizcar aquella envenenadísima intención y la saca al corner.  En las tribunas a medida que la jugada progresa, la gente se va incorporando, poniéndose tensa, para estallar finalmente  en un alarido estremecedor.

¿Cuál es el secreto impulso de esa reacción colectiva? ¿Se trata únicamente de un salvaje estallido o hay también una extraña asunción de la posible belleza, del innegable interés humano, incluidos en ese juego de escamoteo y fortaleza, de agilidad e inventiva, de elusiones casi intelectuales y trancadas demasiado corpóreas?  Tal vez haya de todo un poco.  Por algo el fútbol ha interesado a todas las capas sociales, y es quizás el único nivel de nuestra vida ciudadana en que el acaudalado vicepresidente de directorio no tiene a mal hermanarse en el alarido con el paria social.

 Algún día habrá que estudiar la estrecha relación existente entre la institucionalidad del fútbol como deporte nacional y su contemporaneidad con el apogeo de nuestra democracia liberal  Por algo ambos deportes (fútbol y democracia) han decaído simultáneamente, no sólo en cuanto se refiere a la habilidad de sus cultores, sino también en el entusiasmo público.  Cada vez hay menos jugadas geniales en el Estadio; cada vez hay más trancadas desleales en la política.  Es descreimiento popular afecta hoy a ambos órdenes, y si el público sigue concurriendo a la Olímpica y al cuarto secreto, es más por un hábito que por convicción expresa.

 Hace mucho que el deporte tiene entre nosotros, el significado de una anestesia colectiva.  Tal vez no haya habido premeditación, pero lo cierto es que a los poderosos este frenesí popular, este barbitúrico social, les vino al pelo.  El fervor de sábados y domingos es estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar las incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia y las componendas del resto de la semana.  Sirve también para canalizar la violencia (desde el punto de vista de la empresa privada y otros religiones del Mundo Libre, siempre es preferible que la gente se la agarre con el árbitro y no con el oligarca o el latifundista) y canalizarla de modo tal, que no vaya a conmover las estructuras ni a amenazar los dividendos.  Para decirlo en términos futboleros:  una violencia que tiene permiso para rozar el travesaño pero que obligatoriamente debe salir desviada.

Por otra parte, el fútbol se inscribe cómodamente en el mentiroso símbolo de nuestras gloriosas igualdades.  Allí no hay privilegiados: todos (el senador, el industrial, el empleado, el obrero, el menor inadaptado) posan democráticamente sus respectivas regiones glúteas sobre el duro cemento igualador.  Todos gritan el gol, todos denuncian el orsai, todos agravian al juez.  Cuando suena la pitada final, el entusiasmo forma coros, bate parches, sube al cielo.  Nadie percibe que, a partir de aquella pitada, las distancias sociales han sido restablecidas.  Eufórico, enronquecido y amnésico, el obrero vuelve a su casa colgado del 143; también el senador vuelve a su confort carrasqueño, pero lo hace en el impresionante colachata, cuya privilegiada adquisición él mismo se votó.  Después de aquella inofensiva, brevísima igualdad de 105 minutos, todo vuelve a la normal, consagrada injusticia.

Pero el pueblo queda exhausto, desahogado, vacío.  Su voz, enronquecida por los goles, los penales errados, las expulsiones injustas, ya no está para reclamar reformas agrarias, cambios de estructura, justicia social.  La cuota de agresividad se le agotó en sus diatribas a los jueces linesmen, y es muy poca la que le queda para renegar de quienes realmente lo explotan, lo engañan, lo estafan, en rubros por cierto más graves que un penal no cobrado.  Su capacidad de denunciar se gastó en los controvertidos orsais y ya no le queda ánimo para marcar a los responsables de menos inocentes infracciones.  El político con su extraña y sórdida lucidez que da la demagogia, ve claramente el sentido usufructuable de esas fatigas y las remata convirtiéndose él mismo en dirigente deportivo.


Hay quien dice que ahora va poca gente al fútbol.  ¿Será buena o mala señal?  Parece que ya no alcanzan el incentivo de la tarde de sol, el interés de los puntos en pugna, el presumible brillo de las “vedettes”, el amenazado título de invicto.  Todavía es prematuro extraer conclusiones.  El deporte, como tal, es el gran inocente de esta historia.  Sería realmente saludable que el pueblo practicara y presenciara el fútbol como distensión, como higiene física y mental, como entretenimiento.  No es en cambio tan saludable que lo practique o lo presencie como principal razón de su vida, como el sólo orgullo nacional, como única válvula de escape, sucedánea de más plausibles tomas de conciencia.  El cándido, inocente fútbol no tiene la culpa de que los líderes nacionales lo haya promovido más y mejor que al subversivo Reglamento Provisorio de 1815.  De todos modos, no es muy estimulante pensar que la misma gente que hoy asume la más violenta defensa de Peñarol o de Nacional no sea sin embargo capaz de indignarse cuando nuestros prohombres fabrican sus privilegios, o cuando el Tío Sam inspira las aquiescencias de nuestros consejeros y agravia nuestra economía con medidas de estilo colonial.  Es posible que muchos (el fútbol tiene su buena red de intereses creados) consideren que hablar en estos términos configura un sacrilegio de esa cultura física.  Pero en realidad nuestra intención es más modesta.  En un momento en que la crisis golpea cada vez más fuerte, la desocupación extiende su vigencia, la corrupción invade nuevas zonas y el gobierno parece cada vez más incapaz y atomizado; en este instante de desgraciado y confuso que vive el país, el pueblo debe prestar a cada tema la atención que se merece, la importancia que realmente tiene.  Dentro de ese panorama, el fútbol no parece ser el tema más urgente.