Palabras pronunciadas el 28 de
mayo de 1972 en el acto organizado por la Agrupación de Trabajo Cultural, del
Movimiento Independiente “26 de Marzo” en el estadio Platense, de Montevideo.
Ya que este acto es por el canto libre, empecemos por
citar a Daniel Viglietti, quien en el sobre de uno de sus discos escribió: “El
canto es un pájaro inquieto, libre, a veces violento. Puede aprisionársele o herírsele,
pero nadie puede detener el canto de todos ellos. Es que no se trata de
canciones de protesta, vean ustedes, se trata de pájaros que vuelan, cercan,
miran, comentan y anuncian su liberación”.
¿Qué es este acto sino una demostración de esa verdad?
Si bien hoy, no por razones sino por sinrazones obvias, Daniel no puede estar aquí
para volvernos a decir que la senda está trazada y para ayudar a trazarla con
su canto, también es verdad que nadie puede detener el canto de todos sus
compañeros, estos cantantes militantes que, como él, vuelan, cercan, comentan y
anuncian su liberación.
Acaso alguien se pregunte cómo en este oscuro presente
no queda tiempo y ganas para cantar, y para acompañar, aplaudir o corear a
quienes cantan. Hay muchas cosas que están prohibido decir, que está prohibido
denunciar, ¿pero acaso las olvidamos? No, todo eso lo sentimos en carne propia.
No es olvido lo que aquí nos congrega, sino la solidaridad. Sucede simplemente
que el cantor dice con su canto su rabia o alegría. Es un profesional, en el
mejor sentido de la palabra, porque su arte se basa en una profesión de fe, en
una apuesta hacia el futuro. De algún modo es un intérprete de nuestra indignación
y de nuestra esperanza. Y si, pese a toda la amargura y a toda la rabia,
cantamos con el es porque tampoco nosotros apostamos al mundo de ignominia, de
injusticia y de crueldad que es hoy nuestro contorno, sino a otro de justicia y
de alegría.
Sus canciones son ventanas abiertas, algunas veces
hacia el pasado aleccionante, y otras a un futuro que queremos ganar. Pero
siempre que esas ventanas-canciones se abren, es como circulara por el sólido callejón
en el que el fascismo quiere embretarnos una corriente sana, un aire puro, algo
que de algún modo nos oxigena y nos ayuda a cumplir con dignidad y con valor
esa dura tarea que es vivir, simplemente vivir, en este Uruguay de hoy.
Por supuesto que no vamos a hacer la revolución con
una canción, ni con una danza, ni con un poema, ni con un acto teatral. Pero
tampoco la vamos a hacer con un discurso, ni con una declaración, ni con un
voto, ni con un alarido, ni con una barricada, ni con un paro, no con un
disparo. Por lo general, las revoluciones son una gran suma, donde todo sirve,
nada es inútil. El secreto es que el gran riesgo que debemos afrontar para
ingresar de una vez por todas a la patria nueva sea la suma de todos los
pequeños riesgos, de todos los módicos riesgos que cada uno de nosotros está
dispuesto a correr. En uno de sus aspectos motores, revolución es participación.
Por eso cuando se asiste en alguna plaza de barrio a
un encuentro de muchachas y muchachos, de amas de casa y jubilados, de
estudiantes y obreros, de militantes y simples vecinos, alrededor de una canción
que agrede, que se burla, que informa, que festeja, que anuncia y denuncia, que
combate y que convoca, somos conscientes de que algo efectivamente cambió en
las leyes de nuestra convivencia. Y eso es así porque tampoco la canción es un fenómeno
aislado y aislante. No es el texto o la música neutralizadora, a veces histérica
y a veces somnífera, que la radio, el disco y la televisión difunden
contundentemente, como un medio adicional de desinformación o de anestesia. No,
aquí tanto el que canta como el que escucha trae consigo un compromiso, una
actitud, y la canción adquiere el sentido y la significación que el contorno le
agrega. Hace algunas semanas, hablando en un acto cultural realizado en la
Plaza de los Olímpicos, yo les decía a los compañeros que muchas veces, en las
canciones, el autor ponía las líneas y la realidad las entrelineas.
Todos sabemos que este Uruguay de hoy es un país angustiado,
entristecido. Pero a esta situación no se llega por azar, ni por sorpresa. Ha
habido un permanente proceso de degradación moral, de corrupción de valores, de
insensibilización. Pero no hay que ser esquemático. Sabido es que en la mayoría
de los países hay oligarcas sórdidos y oligarcas que pueden darse el lujo de
ser generosos; hay oligarcas de la producción y oligarcas de la frustración;
hay oligarcas con sentido nacionalista y oligarcas cipayos. Pues bien, nuestra oligarquía
pertenece a una categoría sin claudicaciones progresistas: es egoísta, frustránea
y cipaya. Es por eso que, antes que renovarse y renovar, ha preferido hundirse
con el viejo Uruguay, ese país que ya no tiene vigencia en el mundo de hoy. Es
por eso que se agravia tanto cuando alguien la invita a “desalambrar”.
¿Cómo confiar entonces en la sociedad que nos aguarda
en el futuro más próximo, si una propaganda calumniosa y masiva deforma
deliberadamente la realidad para ajustarla a sus intereses? Cuando un reducidísimo
sector de la población, casualmente la que tiene el poder del dinero, se
atribuye el monopolio de la verdad; cuando los sectores humildes son
avasallados, en primer lugar por la miseria, ¿qué puede esperarse como reacción
de la juventud, y sobre todo de la juventud más joven? Para los jóvenes, sus
mayores les han entregado un país corrompido, disgregado, deshecho, podrido
hasta las raíces. Les han entregado un país que en lo económico no decide por
si mismo su destino, sino que la gran banca norteamericana decide por él. Les
han entregado un país endeudado hasta límites verdaderamente inconcebibles.
En nuestra historia (confió en que ninguna banda
militar prohíba mirar hacia el pasado) existe
el antecedente de 33 subversivos que bajo el signo de libertad o muerte, y sin importarles el riesgo que significaba su escaso número,
escribieron una de las páginas más gloriosas de la patria. En nuestra historia
existen sacerdotes que pensaron en el pueblo y se jugaron por él, y por eso
expulsados, bajo la ilustrativa orden de “Váyanse con sus amigos los matreros”.
Y los matreros eran sencillamente el pueblo. “El general Artigas no es verdugo”
citó en su discurso el presidente Bordaberry. Apoyado. No fue verdugo; pero
tampoco fue traidor, ni delincuente, ni enemigo de la patria, ni antisocial, ni
terrorista furioso, ni destructor de pueblos, ni perverso, ni infame, ni
facineroso, ni ninguno de los agraviantes epítetos que lanzaron contra él los vendepatrias
de la época. Y conviene recordar que en el removido y fértil surco de su
aparente derrota, germinó victoriosa la semilla de su pensamiento
revolucionario, que hoy sigue dando rumbo y sentido a los orientales dignos.
¿Qué tiene de extraño que nuestros jóvenes, frente a
la traición y la corrupción de un país heredado, sin perder nada para sí mismos
sino mas bien dándolo todo, recojan la lección y el ejemplo de aquellos 33
subversivos, de los curas patriotas que se fueron con sus amigos los matreros, que
se fueron con su pueblo, y sobre todo de aquel acusado de traición y de
infamia, de perversión y terrorismo, que fue nada menos que el padre Artigas? “Artigas es nuestro” dicen los carteles de la
JUP. ¡Como si Artigas fuera uno más de los latifundios de la oligarquía, como
si fuera una más de sus estancias!
Aquí también hay que cantarles “Señores, a desalambrar”.
Porque Artigas no es un feudo particular ni propiedad privada. Artigas es
territorio libre y pertenece a todos.
Canto libre es vida libre. Por eso, cuando la vida
misma es sojuzgada, es coherente que el canto esté entre rejas. Aunque el canto
se las arregle para pasar por entre las rejas.
Es cierto que la arremetida contra la cultura no comenzó
exactamente ahora. Las luchas que ha tenido que librar la Universidad en la última
década forman parte de esa embestida.
Pero también es cierto que en ninguna época del pasado se ha dado una situación
tan dura como la actual. Como se sabe, son varios los artistas e intelectuales
detenidos; hay librerías que han sido allanadas o que han sufrido atentados; es
larga la nómina de escritores y periodistas que han sufrido allanamientos; ha
habido agresiones contra actores, clausuras temporales de imprentas, atentados
con bombas contra las casas de escritores y periodistas, se ha pretendido
establecer una cesura municipal a la actividad de teatro, y hasta se ha
ejercido presión para que ciertas obra baje de cartel.
Dentro del contexto latinoamericano, esta arremetida
es más bien excepcional, ya que para las respectivas oligarquías la cultura ha
sido siempre un tema menor. Hay, por supuesto, universidades avasalladas,
organizaciones estudiantiles prohibidas, personalidades asiladas que han
sufrido prisión. Pero una embestida integral no es lo frecuente. Aun el
imperialismo, la cultura le importa como capa social a neutralizar, y nada más.
No es atendida por los grandes organismos colonizadores de lo económico, sino
apenas por rubros secundarios de las ex benditas Fundaciones, cuya fachada se
va asemejando cada vez más a su sórdida trastienda. Al imperialismo, y a la oligarquía que trata
de escoltarlo, le interesa sobre todo frenar
los respectivos procesos culturales de cada una de sus republicas-factorías.
Saben que cuanto más se alfabetiza, cuando más se instruye y cuanto más se
informa a un pueblo, más seguro es que éste se convierta en un enemigo
implacable.
La cultura latinoamericana, por el mero hecho de (precariamente)
existir, constituye para el imperio una suerte de hornalla parasediciosa, de
guerrilla especulativa, de apuestas a un futuro justiciero. Por eso le es imprescindible
enquistarla en la especialización; financiarla mesuradamente para que vaya
girando de a poco hasta darle la espalda a la realidad; penetrarla, asimismo,
de sostenes económicos que originen en el sostenido contradicciones éticas que
por lo menos disminuyan, o posterguen, el ataque virulento, la denuncia radical
y despiadada.
Para una concepción progresista, sinceramente
preocupada por lo humano, la cultura es siempre un hecho fundamental, es el trampolín
hacia una convivencia revolucionaria, hacia la plenitud del individuo. En
cambio, para un régimen integrado a la cosmovisión del imperio, la cultura jamás
será un frente prioritario, sino de cuarto o quinto orden. Se la atiende con
desecho de otras financiaciones, con saldos de dividendos, con fondos de
reserva. ¿Por qué, entonces esta
arremetida cultural en nuestro país? Quizá esta agresión signifique, en última
instancia, un elogio para nuestra cultura. Es un hecho incontrastable que, en
el área cultural, la oligarquía carece prácticamente de aliados. Plásticos, músicos,
escritores, gente de teatro, renuncian a los premios y salones oficiales y a
otras formas aquiescencia o colaboración con el régimen. Este sabe, por lo
tanto, que la cultura es su enemiga, y lo sabe, entre otras cosas, porque la
historia enseña que, en cualquier sitio y en cualquier tiempo, el fascismo y la cultura nunca congeniaron.
Hace más de diez años, Sartre sostuvo que “la
verdadera cultura es la revolución”. Con esta afirmación es posible estar de
acuerdo, pero solo hasta el triunfo de la revolución. Después, tengo la impresión
de que la frase se invierte, y entonces “la verdadera revolución es la cultura”.
Porque, ¿ qué sentido tiene una transformación tan
radical, y de tan costoso precio, si no es para hacer mas pleno al hombre, si
no es para posibilitar que se realice mejor, que sea más humano, en el sentido más
generoso y creador de la palabra? El hecho de que hoy todos estemos haciendo un
arte de emergencia: canciones o afiches, fabulas o panfletos, no significa que
consideremos que éstas sean las formas más depuradas o más profundas.
Simplemente aportamos nuestras herramientas, aportamos lo que creemos puede
servir, puede contribuir en alguna manera a que el impulso revolucionario se
haga – como canta Daniel – “pueblo de voces, aire desatado”.
Nuestro arte circunstancial, nuestra poesía o nuestro
teatro de emergencia, nuestras canciones o nuestros dibujos de rebeldía, son de
algún modo el precio que hoy pagamos para que mañana nosotros mismos, o quienes
nos sigan, podamos quizá sentarnos tranquilos y plenos a escribir las novelas
mayores ( esas que algunos latinoamericanos pueden escribir hoy desde Paris o
Barcelona), a componer las trascendentales cantatas o a pintar los grandes
frescos, todo ello, por supuesto, de acuerdo a la capacidad, el talento o la intención
de cada uno. Pero cuando hacemos este arte urgente, acaso transitorio o
provisional, no se piense que somos sectarios o esquemáticos, capaces de negar
o descartar la significación y el disfrute de aquel otro arte mayor. Somos
sencillamente militantes, y como militantes tenemos nuestras prioridades; como
militantes tratamos de decir nuestras convicciones con honestidad, con calidad
y con modestia.
Como símbolo de esa honestidad, esa calidad y esa
modestia, quiero mencionar un nombre que a todos nos es muy querido. Quiero
nombrar a Ibero Gutiérrez.
No solo al militante Ibero Gutiérrez, sino también al
poeta y escritor, ya que de algún modo hay en ese nombre una realidad mucho más
rica de la que todos nosotros imaginamos. Y es importante que lo digamos en un
acto como éste, que es cultural y es también político.
Ibero escribía (poemas, prosas breves, teatro) y además
pintaba. No conozco sus cuadros ni he leído todavía su teatro, y hasta hace
pocos días no conocía sus poemas. Ahora los he leído. Los he leído porque hemos
estado barajando la idea de publicar un volumen con una sección de sus textos.
Siempre he creído que cuando un militante paga por sus
convicciones el precio de su vida, es poco lo que puede agregar a ese máximo holocausto.
Y si pintaba, o escribía, o hacia canciones o esculpía, pero esos ejercicios
eran meros borradores o entrenamientos sin mayor pretensión artística, sería
poco el favor que le haríamos dando a la imprenta tales esbozos. Sería una
manera más o menos sutil de demagogia.
Debo confesar sin embargo que en el caso de Ibero me
he encontrado con una formidable sorpresa. Me he encontrado con un joven escritor
que en varios aspectos me recuerda el caso del peruano Javier Heraud, caído a
los veintiún años en parecidas circunstancias, y que también dejo una obra
literaria altamente estimable. Heraud, al igual que Ibero, estuvo en Cuba, y
como el dejo un cálido testimonio de esa experiencia. Pero el peruano al menos publicó
un libro. Ibero, en cambio, aunque escribió varios, no publicó ninguno. Ahora
puede decirse que sus poemas son (con altibajos, claro, porque no creo que
nadie sea capaz de escribir en todo instante en nivel óptimo) la
trayectoria nítida de un artista autentico, no sólo rico en intuiciones sino
poseedor de un excelente y depurado oficio, un poeta que evidentemente tiene (
sin hacer de ello la mínima ostentación) un importante trasfondo cultural, y
que usa todos los elementos a su alcance ( la emoción, la evocación, la ironía)
para establecer su comunicación con el prójimo.
Sólo una parte (y no la mayor) de sus poemas, son políticos.
El resto son poemas de amor, algunos de ellos estupendos, u observaciones líricas
ante ciertas perplejidades propias o ajenas, o metafóricos diálogos con el
complicado alrededor. O sea, la obra de
un poeta hecho y derecho. Un poeta que incluso podría haber ocupado un nivel de
destaque en su promoción.
¿Por qué traigo esto aquí? Porque el caso de Ibero,
por todas sus trágicas connotaciones, o quizá a pesar de ellas, es
esclarecedor. Sobre todo ahora que podemos medirlo con más serenidad y no sólo
con la rabia impotente de las primeras horas que siguieron a su caída. Porque
esa bondad, esa preocupación por el prójimo, esa esperanza incólume, que están patentes
en los poemas de Ibero, son una conmovedora muestra de la riqueza interior de
un revolucionario.
Nosotros mismos a veces perdemos de vista ese nivel
humano, que no por humano deja de ser político sino que es más político que
nunca. A veces olvidamos (y es explicable que lo olvidemos en el diario y
urgido trajinar) que en un compañero que cumple las tareas (mayores y menores)
de la militancia esta también presente un ser humano integro, conmovedor,
nutricio, un hombre o una mujer en la acepción más rigurosa y a la vez más
tierna.
Ibero fue un ejemplo como revolucionario, pero también
lo fue como artista porque en sus obras no hace concesiones fáciles, en su obra
también mantiene una firme conducta. Y esa doble ejemplaridad no es poca cosa.
Si se dio en él, fue porque en su interior había generosidad y sentido
solidario, había sensibilidad y convicción, había confianza y había confianza y
había amor.
Voy a leer dos poemas de Ibero. Advierto que adquieren
su verdadera significación dentro del conjunto de su obra, o por lo menos en la
proximidad de otros poemas suyos. Pero aun así voy a leerlos, porque creo que
al propio Ibero no le habría disgustado que esos poemas perdieran su ineditez
en un ámbito como éste, junto a sus compañeros de militancia.
AUTORRETRATO
Apólogo de la soledad
De inviernos ventosos
Humo blanco de la pipa
Acariciando las cosas
Al caer al sol
Sobre las casas.
Fabricador a ratos
De tristezas y nostalgias cursilonas
Al rodar por una angustia
Eficiente
Sonador empedernido
Que se ve todos los días
Al mirar el cielo
Como espejo.
Paridor de monstruos infernales
Y de causas justas
Por las dudas.
Estoy Pastando…
Estoy pastando
Viviendo, muriendo
Caramba
Es de noche y de esas noches
Para locos
Para sueños.
Almibarada noche
De estrellas calladas
De plantas rojas- incoloras.
Noche
Desteñida
Pobre noche caramba.
Estación intermediaria.
Parición
Que no termina nunca
De olvidarte
Al otro lado.
Estamos.
Bien, ya es algo
Y sin embargo
Caramba
Qué lejos
De aquellos
Que a lo lejos
Viven
Muriendo, viviendo.
Estos poemas de Ibero también son
canto libre, al decir de Daniel, “vuelan, cercan, miran, comentan y anuncian la
liberación”.
Quise terminar con este texto,
porque hoy, en estos días de apagón (una apagón que no se arregla adelantando
los relojes sino mas bien adelantando la hora de la liberación) precisamos
claridad y precisamos fortaleza, y comprobar que un revolucionario es por fuera
y por dentro un hombre cabal, un hombre noble y agudo, sensible y genuino, es
algo que nos ilumina y fortalece. Porque ilumina y fortalece saber que la revolución
no empieza en la calle y en los muros. En la calle y los muros continua, pero
en realidad empieza en la mente y en el corazón.